lunes, 22 de agosto de 2011

Resumen de viaje





Estuve el último mes y medio viviendo en casas ajenas, apropiándome de las vidas de sus habitantes. Haciéndome pasar por su familia, comiendo su comida, usando sus sábanas y sus cubiertos. Descubrí, entre otras cosas, la hospitalidad, un valor que no desarrollamos mucho nosotros, que nos creemos tan sociables.
Me saqué los zapatos al entrar en una casa, bajé persianas automáticas en otra, abrí con las llaves más raras del mundo en la tercera.
Vi paisajes maravillosos, castillos que salen de la piedra, canales escondidos en el medio de una ciudad, ardillas, cisnes, una iglesia decorada con huesos humanos.
Conviví, entre otros, con rusos y norteamericanos, que, no señor, nunca podrán entenderse (ni yo a ellos).
Escuché por primera vez algunas de las lenguas más raras que existen (el húngaro) y algunas de las más sorprendentes (el sueco). Escuché el inglés pronunciado en infinidad de acentos de todas partes del mundo. Intenté pedir comida en una lengua nueva, llena de acentos y vocales abiertas, nieta del latín, prima del ruso.
Vi barriletes volar en la colina de un parque en una ciudad enorme, que ese mismo día, unas horas más tarde, fue saqueada por sus propios habitantes.
Aprendí que si uno se encuentra con un gallego en una escalera, nunca sabrá si sube o si baja, tan grande es su indecisión.
Volví a la fuente más hermosa hecha por el hombre y tiré otra moneda, para asegurarme de seguir volviendo.
Recibí una carta del pasado, escrita en el momento más triste que recuerdo, como una botella lanzada al mar del tiempo con la única esperanza de que quien la leyera fuera un poco más feliz.
Viajé en todos los medios de transporte, menos en moto.
Vi dos películas hermosas y dos obras de teatro de esas que cambian la vida.
Experimenté como nunca antes el paso caprichoso del tiempo, que se hacía lento cuando yo era infeliz.
Extrañé mucho a mi compañero de viaje, sobre todo en los aeropuertos, en los momentos muertos, y en los más vivos.
Y acá estoy de nuevo, como si nunca me hubiera ido, sin marcas visibles del viaje en el cuerpo, retraída, sin volver del todo, porque el avión transporta los cuerpos pero las almas tardan más en llegar. Hablando con la gente que quiero, cocinando, lavando ropa. Escribiendo esto. Mirando las fotos.